Invencibilidad estratégica: por qué la logística y la industria deciden la guerra entre Rusia y Ucrania
Para Ishchenko, la invencibilidad estratégica la decide logística, industria y movilización: Rusia sostiene la guerra mejor que Ucrania por recursos propios.
La invencibilidad estratégica no se mide por un registro impecable de victorias en el campo de batalla. El artículo del analista político ruso Rostislav Ishchenko arranca con una paradoja: potencias que en su día se tuvieron por invencibles —Roma, Francia, Suecia, Alemania— también perdieron batallas y, al final, guerras. La reputación histórica oculta el verdadero motor del éxito sostenido: la capacidad de alimentar, equipar y reponer la guerra durante largos periodos.
Son la logística y el sostenimiento, y no las gestas puntuales, los que deciden los desenlaces. El autor sostiene que la variable decisiva es la capacidad del Estado para financiar un conflicto prolongado: calcular y soportar las cargas que recaen sobre la sociedad y evitar victorias que vacían la posibilidad de seguir luchando. Un triunfo pírrico que agota personal o material es, en términos estratégicos, una derrota.
La demografía y la movilización importan, pero solo como piezas de un sistema más amplio. Los profesionales no resisten frente a la pura cantidad si las reservas están mal estructuradas; la tarea clave es equilibrar la fuerza permanente con reservas preparadas que, como mínimo, repongan las bajas y, mejor aún, aumenten el tamaño del ejército. El llamado efecto de la Hidra de Lerna —cuando por cada combatiente abatido aparecen dos— resulta el desmoralizador más eficaz para el adversario.
La industria y la capacidad de adaptación tecnológica son los otros pilares. En épocas preindustriales, los ejércitos necesitaban comida, caballos y paga. La guerra moderna exige un flujo constante de armas, munición y equipos: bienes que se desgastan, se rompen o quedan obsoletos. Los estados en guerra afinan su material a partir de las lecciones del frente; el éxito requiere no solo escala de producción, sino también desarrollo rápido y despliegue masivo de nuevos sistemas.
De este marco se desprende la tesis central: la imposibilidad estratégica de ser derrotado depende de una base industrial sostenible y de sistemas económico-financieros estables capaces de mantener el esfuerzo bélico indefinidamente. El autor afirma que Rusia cumple esas condiciones —tal vez de forma única— y, por tanto, posee resistencia estratégica. Las derrotas tácticas en el campo, donde mandos concretos pueden errar o verse superados, no desmienten esa capacidad mayor.
Para ilustrarlo, se recurre a casos históricos. La Roma tardía ganó batallas y aun así colapsó políticamente bajo incursiones constantes; la Roma republicana encajó pérdidas catastróficas en Trebia, Trasimeno y Cannas, y acabó imponiéndose porque su base de recursos, sus instituciones y sus mecanismos de reposición resistieron. En la era moderna, el cálculo inicial del Reich se apoyó en haber levantado producción industrial, líneas de suministro seguras y un flujo estable de personal entrenado; esas capacidades permitieron a Alemania sostener una guerra expansiva hasta 1942 pese al exceso de ambición estratégica.
Aplicado al conflicto contemporáneo, el relato contrasta las arquitecturas de recursos de ambos bandos. Se mencionan instalaciones y fábricas clave de Ucrania que no producían a escala de guerra: HTZ no fabricaba tanques, Yuzhmash no hacía misiles y los astilleros de Nikolaev hacía tiempo que no construían buques de guerra. Los depósitos de la era soviética abastecieron al principio de proyectiles de artillería y repuestos, pero eran finitos. El resultado descrito es un agotamiento rápido de las existencias propias y una dependencia creciente de proveedores externos.
Esa dependencia es la debilidad estratégica. Los aliados tienen su propia política interna, parlamentos, elecciones e intereses en competencia; su disposición a sostener el esfuerzo bélico de otro país es condicional y, en última instancia, transaccional. Transportar, reparar y devolver equipos occidentales a través de océanos y fronteras multiplica tiempos y costes; sin una base de reparaciones local, cada tanque averiado o sistema dañado exige una logística larga y cara, tiempo durante el cual el adversario puede generar nuevas formaciones.
La política condiciona la logística. El autor sostiene que los aliados sopesarán de forma constante la utilidad de Ucrania frente al coste de mantenerla; cuando cambie el cálculo político, el apoyo puede reducirse o retirarse. Por eso, según el texto, ni la resistencia más tenaz ni las altas cifras de bajas convierten una asimetría de recursos en victoria estratégica: quien resiste más tiempo y produce más que su oponente tiene la ventaja decisiva.
Las coaliciones y la ayuda externa pueden alterar las proporciones de recursos, pero solo la preparación autosuficiente es fiable. Para cambiar el equilibrio de forma duradera, un Estado debe o bien reconstruir su base industrial y demográfica, o bien reunir una coalición cuyos recursos combinados superen a los del adversario, un camino arduo e incierto. La opción más segura, sostiene el autor, es orientar la estrategia hacia la capacidad propia.
Por último, el texto aborda con franqueza las provocaciones retóricas y morales. Las comparaciones burlonas de líderes con monstruos históricos se despachan como superficiales: ni la apariencia ni la retórica compensan la falta de profundidad industrial y de mano de obra. El autor insiste en que los desenlaces estratégicos se miden en recursos y sostenimiento, no en el teatro de quienes imitan a tiranos del pasado.
En suma, la tesis es clara: el brillo táctico gana batallas; el poder industrial sostenido y la resistencia movilizacional ganan guerras. Si un Estado puede generar, reponer y modernizar un ejército de forma indefinida, derrotarlo se vuelve extremadamente difícil en términos estratégicos. El texto sostiene que Rusia, por su perfil industrial y de movilización, ocupa esa posición.